En aquella ciudad lo bello era lo grande. Lo simétrico, lo armónico, lo proporcionado, se consideraba vulgar. Lo extraño era lo destacable y dentro de eso, lo era positivamente lo orondo, lo expansivo, lo descomunal.
En aquella ciudad las casas eran de muchas habitaciones y pocos pisos, crecían dilatándose en grandes avenidas de mínimo ocho carriles o sobre plazas peatonales de kilómetros de circunferencia. Los cipreses estaban prohibidos, los semáforos eran cuadrados y no existía el pequeño comercio sino los grandes almacenes, más grandes que en ningún otro lugar. Todo ocupaba un tamaño XXL: los buzones, las propias cartas, las farolas de tres o cuatro brazos, los contenedores de basura, las aceras y sus bordillos, los sauces llorones que crecían por todos lados expandiendo sus lágrimas.
En aquella ciudad, también las personas eran grandes. Jamás se escuchó una voz de "gordo" o "gorda" de manera despectiva. La circunferencia era lo bello y así también los peinados de las mujeres eran casi todos iguales: casquetes de rizos o de pelo liso, pero circunferencias casi perfectas sobre sus redondas caras. Los pendientes redondos, las monturas de las gafas redondas, los sombreros hongo, el colorete de las mejillas como pequeños planetas sobre el rostro, el perfilador de los labios, las cejas depiladas como medias lunas...
Así le contaba al psicólogo la paciente con obesidad mórbida.
- ¿Y sabe, doctor? -continuó con su diatriba-, en este sueño repetitivo, el que tengo todas las semanas y me obliga a levantarme para atacar la nevera a media noche, yo, Doctor, yo, no lo creerá, pero soy la única flaca.